martes, 12 de marzo de 2013

LA FANTASÍA,AISLADA DE LA RAZÓN,SÓLO PRODUCE MONSTRUOS IMPOSIBLES...UNIDA A ELLA,EN CAMBIO ES LA MADRE DEL ARTE Y LA FUENTE DE SUS DESEOS


VANA



Niglo se casó con una muchacha de una de las tribus gitanas serbias, y durante un año vivieron la despreocupada vida de dos solícitas mariposas, todo el día persiguiéndose y dándose caza el uno al otro. Y por la noche yacían los dos entrelazados, susurrándose bellas palabras al oído. Su amor pronto los llevó a engendrar una criatura; pero, cuanto más crecía el vientre de ella, más débil se sentía. En su amor por la muchacha, Niglo intentaba hacer todo lo posible para aliviarla. Iba a buscar el agua, recogía la leña y lavaba la ropa; todo esfuerzo era poco para él. Pero Vana, que así se llamaba su mujer, cada vez se encontraba más débil. Por fin llegó el día señalado, y pronto fueron tres en el hogar. Vana no era capaz de levantarse, porque el parto había sido difícil y había perdido mucha sangre. Mientras el niño ganaba peso sin parar, ella se iba quedando sin fuerzas. Una noche, mientras Niglo dormía abrazado a Vana y al bebé, ella murió.


Al día siguiente, Niglo parecía poseído por un demonio. Hizo jirones todas las ropas de Vana y las quemó. Destrozó su guitarra y arrojó los pedazos sobre los trapos ardientes. Rompió su cafetera, su taza y su plato, y los enterró. Lo único que conservó de ella fue su fotografía: no tuvo fuerzas para destruida. El cura del pueblo la enterró en el cementerio de San Jorge en Liebach. La familia de Vana arrojó un montón de ofrendas sobre su ataúd y el sepulturero cubrió de tierra la tumba. Después se marcharon todos, dejando a Niglo solo con su bebé, porque en aquel momento no podía soportar a nadie a su lado.
Niglo alimentaba y lavaba bien al bebé, pero en parte odiaba a aquel ser que había ido creciendo a costa de su Vana. Solía sentarse durante horas mirando obnubilado al bebé chillón, preguntándose cómo Dios podía ser tan estúpido para hacer morir a una esposa lozana y dar la vida a un niño tan llorón
Una noche en que la reluciente luna proyectaba extrañas sombras por todas partes, Niglo se despertó de repente. Acurrucada junto a las ascuas avivadas por el viento, una mujer sostenía a su bebé, que balbucía feliz. Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Niglo. Era Vana. Estaba allí sentada, canturreando una vieja canción del país, pellizcando su pezón y póniéndoselo al niño la boca ansiosa. Poco después, el espectro volvió a colocar al niño en su cuna y lo arropó. Entonces, con una larga y tierna mirada que petrificó a Niglo, se dio la vuelta y se marchó, desvaneciéndose en la oscura arboleda. Niglo se acercó sigilosamente al bebé y contempló su cuerpecito dormido al tiempo que el día rompía sobre las montañas.
La noche siguiente, Niglo vistió deliberadamente al bebé con su ropa puesta del revés. Después puso una ristra de ajos alrededor del cuello del bebé y se puso a esperar al fantasma de Vana.
Apareció pronto, caminando ansiosamente, como lo haría una madre ante la llegada de su hijo. Niglo se dio cuenta entonces de que no había nada, que temer. De pronto, Vana retrocedió. Los ajos la repelían y las ropas la habían desconcertado. Se volvió hacia Niglo y le dijo entristecida:
-Niglo, querido Niglo, ¿por qué alejas a una madre de su hijo? ¿Es tan superficial tu amor que no puede alcanzar la profundidad de la tumba?
Niglo la miró y vio en sus ojos tal dolor y aflicción que su corazón se colmó de piedad. Vana sollozaba desesperada y miraba al bebé, que gemía en la cuna. Niglo quitó los ajos, aflojó las ropas y ofreció el niño a Vana, quien rápidamente cogió en sus brazos el precioso cuerpecito y se sentó a canturrean y hablar al bebé toda la noche. El corazón de Niglo latía con desesperada alegría.
Durante casi un mes Vana acudió cada noche. Sin embargo, el niño parecía ir debilitándose lentamente, como si un perfume de muerte le fuera robando poco a poco la vida. Niglo estaba cada vez más preocupado por el niño. Decidió llevar al bebé al cura para que lo bendijera, y acabó por contarle toda la historia. El cura, tras mucho darle vueltas, le dijo que esperara a que Vana estuviera a punto de marcharse, justo antes del alba, y que entonces 1a sujetara y la mantuviera en el campamento hasta que el dios Sol proyectara sus rayos sobre ella.
Esa noche, Niglo miraba a Vana sentada en cuclillas en el lugar de costumbre. Poco a poco, mientras la luna se movía entre las ramas de los árboles, Niglo fue armándose de valor. Cuando los primeros rayos de luz aparecieron por levante y Vana se inclinó sobre la cuna para dejar en ella al niño, Niglo se abalanzó sobre su pequeña figura fantasmal y la estrechó entre sus brazos. Los intentos de Vana por liberarse fueron inútiles, y sus gritos lastimeros hirieron el corazón de Nigle. Su mente sebló de terror por lo que estaba haciendo. Con lentitud agonizante, un rojo sol asomó tras los riscos, y Vana dejó de oponer resistencia en cuanto los rayos amarillos invadieron el valle, Se desintegró de repente, quedando entre los brazos de Niglo una mortaja negra que primero se hizo trizas y después se convirtió en polvo. Cuando Niglo se dirigió a la cuna y vio al bebé tendido, inmóvil con una sonrisa en su carita, supo instintivamente que el niño había muerto y estaba con su madre. Se arrojó sobre la manta y lloró con tal desesperación que, cuando el cura apareció al rayar el día, pensó que también él había muerto.
Los dos enterraron al bebé en el féretro junto a su madre. Y cuando abrieron la tapa, la dulce sonrisa del rostro incólume de Vana indicó a Niglo que por fin madre e hijo estaban juntos de nuevo.





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